30.1.08

El ferrocarril del sur


Al principio la muchacha del Motorola V8 se había entretenido enviando mensajes de texto. El joven del Blackberry no disimulaba su fastidio .
Los que estábamos atrapados en el tren aguardando que recorra las pocas cuadras que faltaban para llegar a la estación, no atinábamos a hacer otra cosa que esperar.
El aire acondicionado no había dejado de funcionar, gracias a eso, nadie reclamaba la apertura de las puertas; la aventura de recorrer a pie bajo el húmedo calor de la mediamañana la distancia que nos separaba de la estación, no era una opción superadora.
El vagón se encontraba colmado de pasajeros; yo viajaba parado; mi cuerpo se había sostenido en el apoyo que le brindaba la pequeña multitud, apenas podía moverme sin molestar a alguien.
El jóven del Blackberry estiró su puño para golpear el vidrio de la puerta y maldijo en voz alta a la empresa de ferrocarriles y al gobierno, la muchacha del V8 le dijo algo que no alcancé a escuchar y se trenzaron en una pequeña discusion.
Como en  una serenata nocturna de perros, de a poco se fueron desatando otros quejidos.
Entonces ví a la morena del I-Pod blanco; el moderno dispositivo realzaba lo exótico de su rostro; sus cabellos largos y lacios se enlazaban docilmente entre los minúsculos cables que se perdían dentro de su bolso. Ajena al malestar general, su mirada recorría universos lejanos de contagiante serenidad.
Había estado todo el tiempo a mi lado. Nuestros brazos debieron rozarse durante el viaje, porque recordé un momento de inexplicable y extrema felicidad cuando pasamos frente al cartel azul de Nokia 3G.
Debía decirle algo, éramos víctimas del mismo problema,  estaba justificado iniciar un diálogo; de algún modo, por haber viajado juntos y por estar atrapados en el mismo vagón, ya no podíamos considerarnos extraños.
Nunca lamenté tanto que un tren se ponga en marcha. El sacudón inicial calló inmediatamente los chillidos de los pasajeros y lanzó a la Hermosa suavemente contra mi cuerpo. Nuestras miradas se encontraron. Ella dijo disculpá y yo dije gracias; pero no me escuchó; mientras la intensa emoción que me gobernaba me obligaba a lanzar tan ridícula respuesta, ella giraba ya su cabeza impidiendo que sus ojos adivinasen el movimiento de mis labios.
En un minuto estaríamos llegando a la estación; pero yo me veía impedido de hablarle, ya no encontraba otra razón para hacerlo que la de declararle mi amor.
Pegado como estaba en mi bolsillo a su bolso, rogué que mi Sony Ericcson con Bluetooth tuviese la facultad de robar el número de su teléfono,  fantaseé con el descarrilamiento de la formación, quise que me mirase nuevamente, pero el tren entraba ya decididamente en la estación.
Cuando los pasajeros volvían a acomodarse en sus dispositivos MP3, supe lo que tenía que hacer. Debía tomar su mano sin decirle nada, simplemete tomar su mano. Eso sería fantástico. Saldríamos juntos de la estación, caminaríamos unas cuadras sin hablarnos y luego, o nos  despediríamos con una profunda mirada, o nos encontraríamos en un beso fundacional.
Pero lo supe un segundo después que las puertas se abrieran y fuéramos lanzados sobre el andén.
Busqué con angustia entre la gente y  la vi caminando unos metros delante de mí; la multitud apuaraba su paso separándome cada vez más de ella. Enseguida la perdí de vista.
Me asomé por sobre los hombros de los  pasajeros que se agolpaban para atravesar los molinetes, pero ya no la encontré.
Todo el mundo miraba fijamente hacia adelante, exclusivamente hacia adelante.